IX.
Se me anegan los pulmones
de inhalar tu sórdido vacío.
Aún existes en el seno de mi cama,
aunque quizás seas ya ángel decaído
allá a lo lejos,
donde el cielo plañe de histeria
y la luna se adelgaza
hasta volverse cuadrada.
¡Pobre famélica
de cráteres ciegos!
Si perece tu boca,
moriría hasta el silencio,
y reventarían mis tímpanos secos
ayunos de armonía embalsamada.
Si perecen tus manos,
rodarían los restos de mis caderas,
rotas por tristes,
y mis dedos serían piel inerte
y de grietas manidas.
Si perecen tus ojos,
sería punto, para hacerme tu libro
abierto,
y escribirte a sangre mi lengua,
y dibujarte a mimos mi costado.
Si perecen tus oídos,
movería los labios
hasta dejarte exhausto
y besaría tus orejas,
que sordas,
escucharían mis tórridas intenciones.
Si pereces tú...,
olvidaría respirar.